ESPEJISMOS

 

 

 

Lo que yo cuento hoy

Son las historias que hubiera esperado escuchar.
Lo que cuento no es sino una parte de aquello que no he visto
Si lo hubiera visto, no lo habría contado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Partir

 

Partimos para distanciarnos del lugar que nos vio nacer y para ver la otra vertiente de la aurora. Partimos buscando nuestros nacimientos improbables. Para completar nuestros alfabetos. Para cargar de promesas el adiós. Para ir tan lejos como el horizonte, desgarrando nuestros destinos, esparciendo sus páginas antes de encontrar, a veces, nuestra propia historia en otros libros.

Partimos hacia destinos desconocidos. Para decir a aquellos con los que nos hemos cruzado que retornaremos hacia ellos para reanudar relaciones otra vez. Partimos para aprender el lenguaje de los árboles que no viajan siquiera. Para dar brillo al tintineo de las campanas en los sacros valles. En busca de dioses más misericordiosos. Para arrancar a los extranjeros la máscara del exilio. Para confiarle a los transeúntes que, como ellos nosotros también somos transeúntes, y que nuestra estancia es efímera en la memoria y en el olvido. Lejos de las madres que encienden los cirios de la ausencia y acortan el lapso del tiempo cada vez que elevan sus manos al cielo.

Partimos para no ver a nuestros padres envejecer, para no leer las jornadas en sus rostros. Partimos entre la distracción de las vidas despilfarradas por anticipado. Partimos para anunciar a aquellos que amamos que siempre los amamos, que nuestra admiración es más fuerte que la distancia y que los exilios son también tan dulces y frescos como las patrias. Partimos para que, al regresar a nuestra casa un día, reconozcamos que somos exilados por naturaleza donde quiera que estemos.

Partimos para borrar el matiz entre aire y aire, agua y agua, cielo e infierno. Riendo del tiempo, contemplamos en adelante la inmensidad. Ante nosotros, como niños distraídos, las olas saltan, mientras el mar refluye entre dos barcos. El uno que parte y el otro de papel en manos de un pequeño.

Partimos como un payaso que viaja de poblado en poblado, dirigiendo sus animales que enseñan a los niños su primera lección de tedio. Partimos para engañar a la muerte, permitiéndole perseguirnos de lugar en lugar. Y así continuaremos hasta perdernos, hasta no reencontrarnos a nosotros mismos allí donde vayamos, para que de esta forma nadie nos vuelva a encontrar.

 

Muy cerca del pan del alba

 

La brisa de la noche trae hacia mí la voz de Safo. Lleva la arquitectura sagrada de su voz, un sueño que brota al borde de la noche y que veo desde mi balcón a través de una lluvia tan fina que se disipa entre la bruma.

¿Cómo rozar su luz entre estallidos de un sol que se pone ante sus ojos estupefactos? Todas las promesas de vida eterna, todos los edenes soñados entre su voz son de él, de este hombre que tiene entre el corazón un poco de ella. Un poco de esperanza.

Ella es una, la esperanza, única e indivisa. Él es uno, también, árbol de la ilusión. Señuelo inventado contra la verdad del desespero de todos. Él brota allí, árbol de la esperanza, entre los espacios lejanos solamente. En revancha, el grano de la desesperación, que es veneno, germina en todas partes. En el interior así como en el exterior del cuerpo, por doquiera. Forma parte de los sentimientos mediocres, cualquiera que sea el nombre que se les de. Odio, rencor, hipocresía, celos. Ella es también hambre, frío, humillación y sed. Es voluntad de guerra y lluvia de ceniza sobre Hiroshima y, desde entonces, lluvia sobre el mundo entero. Lluvia negra que no cesa de caer, salpicando al espíritu con manchas indelebles. Odio, carencia de amor.

¿Oh Safo, cómo hacer para crear un amor que fuera libre de la vida y de la muerte? ¿Que no disimulara su hoja afilada bajo sus alas desplegadas entre la desnudez del tiempo? ¡Te escucho decir que el tiempo de los hombres no ha llegado todavía! ¿Mas, cuándo vendrá entonces, y de qué modo?
La brisa de la noche trae hasta mí tu voz. Dos mil seiscientos años después de su primera iluminación, allá, muy cerca de las corrientes de la tragedia griega y muy cerca de los mitos en donde se enfrentaron los dioses y los hombres. Tú murmuras:

 

Cuerpo de mujer después del amor.
Despojo que espera ser lanzado entre el olvido.
Caída oblicua.
La caída de los cuerpos que se aman, uno tras otro.
Las herramientas de la caída: la regla y la escuadra.
La arquitectura de la destrucción.
La inmensa destrucción que no podría concebirse sin un inmenso gesto arquitectural.
La destrucción del templo como destrucción de un rito…

 

Tú preguntas si hay amor todavía. Este poco de amor entre los hombres. Entre los hombres y las bestias. Entre las bestias y las plantas. O si hemos emprendido una guerra de un nuevo género que sobrepasa en adelante las viejas armas.

Tú preguntas si la gente continúa abriendo el libro de las mitologías y removiendo aun las cenizas de los muertos en busca de fuego. O si la muerte está muerta. Y si la nostalgia de los muertos, que es a veces visitarnos en sueños, se agotó. Estos muertos que nosotros amamos, que tanto quisiéramos volver a ver, y que responden sin tardar al llamado. Ellos nos esperan sobre la otra ribera donde vienen a acogernos en el dintel de los sueños. Sin osar aproximarse demasiado a nosotros por miedo a que la línea del límite se rompa.

Esta palabra, tuya, sin parar yo la repito para hacerla mía. Se la abandona como se abandona una casa que ya no se quiere habitar más. ¿Adónde se fueron todos aquellos que allí estaban, temblando en el aire, agitándose detrás de los mosaicos, riéndose a carcajadas, perfumando nuestro corazón? ¿Adónde han ido todos aquellos que nos permitieron buscar un color para pintar el tedio, una palabra para designar el frío eterno de las iglesias de Europa? Donde quiera que estemos hoy en día, ya no sabemos si la dirección a elegir está adelante o atrás de nosotros. ¿Dónde está la ruta y cuál es el sentido de la marcha?

No, no es tampoco lluvia de oro que cae sobre Dánae. Sobre su cuerpo retorcido de dolor. Tras la cortina que nos separa, la escucho jadear diciendo: ¿cómo terminar con el tiempo sin terminar con la vida misma? ¿Y qué hacer si no se la quiere terminar?

¿Deberá ser edificado un mundo sin ruinas y sin recuerdos? Uno se aproxima a las cosas simples, sin objeto ni objetivo. Al resplandor de la luna que doma las montañas a su paso, invitándolas a sentarse sobre las terrazas con nosotros. Una cita de la cual estarás ausente una vez más. Es cierto que delante de tu casa se despliega un infinito de verdura.

Hay voces que se reemplazan con la música. Me viene a la mente la primera Elegía de Duino. Del pequeño animal que acompañó todo un mes de mi infancia, pienso en sus ojos. Los mares que no han sido sino promesa de libros. El viento descomunal que le soplaba encima, echando a andar las olas como el vientre de una mujer encinta de nueve meses, helo que sopla entre mi cabeza. No, no he viajado todavía. Pero de viaje, siempre sueño, y sin cesar.

No hemos visto nuestro rostro en el agua. Los vidrios de colores lanzados al mar vienen de Venecia, de cuando se llenó de arreboles el Gran Canal. Y con estos vidrios, el espejo, la sortija de oro y una trenza de tus cabellos. Estos vestigios están allá, cerca de la Academia donde se yergue la Madonna de Bellini, que es la más bella mujer de Italia.

En el camino de regreso, iremos allí donde nos hemos habituado a ir. Iremos muy arriba, frente a los rayos del sol poniente atareados en transplantar más allá los cipreses. Allí, nos olvidaremos de todo aquello que ocurre alrededor, o haremos como si tal. Oh tú, pajarito escondido en la sombra de las hojas y de las ramas, yo ya no se si te escondes o si pereces.

La brisa de la noche trae hacia mí la voz de Safo, retumbante, poderosa como el sol de las montañas tras la lluvia. Montañas fieles que tiran su ancla en tierra, muy cerca del pan del alba. 

 

Entre la alcoba a oscuras

 

Entre la alcoba a oscuras la luz no viene de una ventana o de una brecha en el muro, sino de la fusión de las encías y la separación de dos labios todos plenos de felicidad.

Ninguno puede poseer a alguien o algo. Ninguno puede poseer ni siquiera a sí mismo. ¿Qué posee entonces la corriente que discurre? ¿Y la estrella resplandeciente qué posee? ¿El sol que escupe sus volcanes? ¿El árbol erguido en silencio, inmutable en su aspecto? El vasto silencio mismo tan propicio para construirse su morada…

Uno se planta delante del espejo, pero en el espejo nadie. Quienquiera que haya perdido la vista lo sabe: lo que se ve no es sino una ínfima parte de lo visible. Lo que se ve esconde otra cosa, invisible a simple vista. Invisible sin más nada. ¿Se ven los sentimientos? ¿El aire empero tan poblado? ¿La llanura extendida y esta nube de pájaros partiendo siempre? Es la necesidad de ver quién hace de la tierra una vasta sala de espera de la tierra del más allá. O más bien de lo imperceptible de la tierra.

¿Sigue a oscuras la alcoba cuando uno no está a solas? ¿Cuando está saturada de mundo y sus ocupantes se hallan acodados sobre balcones sin barandillas? Yo observaba tus senos desnudos en la penumbra del espejo. ¿Es cierto que lo que se ve no es sino una parte de lo visible? Observo al infante que vendrá en tu vientre redondo, montaña majestuosa. Inaccesibles son las montañas reemplazables por poemas. ¿Si tanto puede uno observarlas, por qué escribirlas? Contemplar esta escultura móvil, día tras día. Tocarla es bendecirse. El árbol solitario es mi dosel. Un árbol que brota fuera de cielo y tierra.

¿Permanece a oscuras la alcoba cuando los labios se separan? ¿Tus labios? ¿Y esta luz que viene de no se sabe dónde? Ya sea en las telas de Caravaggio, de Rembrandt o en estos mausoleos de mármol para uso exclusivo de las reinas de la muerte. Yendo del Taj-Mahal cuyo mármol blanco es devorado por el tiempo hasta los jardines de jazmín. Y los palacios rosa de Pétra hasta los vitrales de las iglesias. De la Alambra de Granada al Kossaïr Omra de Jordania con sus baños, sus mujeres coloreadas muralmente y el ruido de sus aguas que brotan. ¿Qué mano esculpe tu luz entre la oscuridad? ¿Y por qué mantenerse allí, entre esta gran sala, bajo un dosel? La muerte allí nos estrecha, pero no morimos. Mimosos, nos halagamos uno a otro, reinventando nuestras mañanas en lo más profundo de las fisuras de la noche.

¿Permanece oscura la oscuridad cuando el cuerpo se exaspera contra su sudario? Él lo despedaza y torna a ovillarse entre el vientre de la mujer. El primer vientre que se abre para él. Es el primerísimo instante de un génesis más grande que el universo. A la vez fuera del espejo y del dosel. Lejos de aquello que llama espíritu al espíritu y cuerpo al cuerpo.

¿Qué es de la oscuridad cuando bajas las cortinas y marchas, blanca, entre la alcoba cerrada, con los pies desnudos? Rozas la superficie lisa y tu espuma se esparce sobre el cuerpo tendido para ti. ¿No has visto tú la vana espuma de las fuentes? Desviándose de sus viejos senderos, ella asciende con el espíritu que se despierta. Es ella precisamente, la espuma de la oscuridad cuyo calor me alcanza pero que yo no alcanzo. Estas perlas tuyas, viscosas y negras. Un metal blando que se inquieta entre tus entrañas.

Entre las fisuras de la noche el trabajo comienza. La mujer vuelve a cerrar sus párpados y sus labios sobre un mayor misterio todavía. Ha aprendido tan bien a escuchar el rumor de su bebé que actualmente espía el menor de estos movimientos reveladores. Cuando, más tarde, la leche brote de sus senos respondiendo al llamado, ella rememorará los manantiales escapados entre la noche de la tierra, al lado del corazón palpitante de sus volcanes, allí donde la oscuridad no precede la luz pero tampoco la sucede.

Entre la alcoba a oscuras te sientas cerca a mí y te vuelves hacia mí para hablar. Todavía hablas por mi boca. Y cada vez que afloro tu murmullo, una nube se pone a girar encima de las montañas. Yo te nombro con el nombre de lo innombrado. Tú, tú repites la misma palabra sin cesar.

“La mentira”, dices tú. “La repartición de la mentira”.

¿Qué puede aquí todavía la lengua usada, en adelante ni buena para reír ni para llorar? ¿Qué puede ella entonces cuando las palabras se coagulen entre los pulmones?

Yo me mantengo delante de la vidriera. Jadeando, paso el índice sobre el vaho reunido. Allí dibujo una línea que no lleva a ninguna parte. 

 

El sueño

(…)

Nunca había tenido sueño semejante a ese. De pie, hombro con hombro, miramos en silencio el humo elevarse delante de nosotros. Después, aproximándonos a las bujías, tomamos una que encendimos juntos antes de reubicarla entre las otras. “Pidamos un deseo cada uno”, dijiste cerrando los párpados algunos instantes, como para asegurarte de grabar en ti tu deseo, en adelante, y para siempre. No tardaste en reabrirlos, develando unos ojos que brillaron. Aún más, tan puros eran al resplandor incandescente de las bujías, que percibí retenida entre tu ojo una lágrima, que acrecentó su belleza. Pero de repente caí en cuenta que estabas desnuda y me sorprendí de no haberlo notado mucho antes. Estabas completamente desnuda. No es siquiera esta desnudez la que yo deseo de ti sino otra que ignoro. Una desnudez extraña y dolorosa. Estabas desnuda como el cuerpo de Cristo. Herida y abandonada ante la mirada que viene a posarse sobre ti, última lanza. Y esa sonrisa, esa sonrisa que aclara las tinieblas, miradla cómo traza en el aire los estigmas.

 

 

El testigo

 

Poco después de medianoche, la plaza pública, cambiando de naturaleza, inicia sus ritos secretos.

Entre los numerosos cuchillos que posee, el carnicero escoge uno, el más liviano y el más bello. Brillando desafiante, el cuchillo está ahora en el centro de la arena, estela única y luminosa, brújula dirigida hacia el alma. El carnicero lo levanta a la altura de sus ojos, contempla la hoja que intenta enseguida acariciar con una uña, la aproxima a su rostro y la hoja jadea.

El buey degollado pende suntuosamente en la tela de Rembrandt, suspendido fuera del sufrimiento y fuera del dolor. Vestido con el solo esplendor del pincel que lo pintó. Sobre la plaza pública, el buey que será degollado se encuentra maniatado y tirado por tierra. En algunos instantes, cuando la cuerda llegue a su cuello, después de haberle envuelto las patas y los costados, él comprenderá obscuramente que es demasiado tarde. Ya no sirve para nada remover el grueso cuello ni las patas, ya no le queda más que dejarse ir entre el cuchillo del carnicero. Y es ahí, justamente algunos segundos antes de que el cuello le sea cortado, que el buey lanza un mugido en el que resuenan juntamente la muerte y aquello que está más allá. Un llamado, semejante a la señal de partida que lanzan los grandes barcos antes de abandonar las riberas, haciendo vibrar los corazones de los viajeros que temen no regresar jamás. A decir verdad, no se trata solamente de un mugido, sino de un grito. De un grito extrema y sombríamente elocuente.

¿Cómo ser testigo de este grito y no aproximarse? ¿Desde qué dolor ancestral ha surgido este grito? ¿Se deja triturar? ¿Se deja borrar por el aire? ¿O bien, se ira a acuclillar en alguna parte entre el aire inmóvil y tranquilo?

Y tú también, ¿qué poder es el tuyo cuando de súbito la sangre de las víctimas se despierta en ti? Estas víctimas que adornaron tu infancia con los vestigios de la muerte e hicieron tintinear en su cielo las campanas del ángel huyendo. Campanas de duelo.

 

 

Entre la sombra

 

Se mata para comer. Se caza el pájaro en el cielo y el pez en sus mares. Al animal, se le degüella y a la hierba se la arranca.

Alguien, entre la sombra, nos mata y nos devora.

 

Planeta

La tierra es bella.

Bella la nube que se va sola entre el cielo azul, semejante a un pájaro perdido y desorientado en su vuelo. Bellos son los astros, para los extraños, a las inquietas luces. Guardianes del espacio infinito, ellos te observan de lejos, te conocen sin que tú los conozcas. ¿Tienen acaso ellos compasión por ti, tú que ignoras lo que te espera desde el umbral? A menos que estos astros olviden que su suerte es también la tuya.

Tierna es la brisa clemente tocando las frentes en el verano lejano de las islas. Tiernas las lluvias, ágiles sobre la hierba seca. Tierno el perfume de la mujer desconocida que trasiega su camino junto a ti.

Bello fue nuestro encuentro antes de tropezar en los detalles. Ella tenía la traza de una luna creciente de la cual estaban suspendidos nuestros sueños.

Bella en fin es la tierra cuando el alma la deja. Contemplándola, como un astronauta desde su vidrio, yo la veo azul, iluminada desde el interior. Ella de súbito leva sus blancos velos, y me precede allí donde yo voy.

Bello planeta, nuestra Tierra, yendo hacia su fin con una delicia extraña.

 

(Textos del libro Espejismos, trad. Rafael Patino, Monte Ávila editores, Caracas 2007.)