Márgenes

I

 

(...) De lejos distingo la brisa que se abre paso en el camino, y viene hacia mí para limpiar el sudor de mi frente.

Ella sola, visible en el aire.

Me parece un meteorito que viene de ninguna parte y se dirige a ninguna parte.

Hijo del cielo, él es. Sin nacimiento ni muerte, sustituyendo la vida y la muerte por el juego.

Como la pluma de un pájaro, sutil ella también, vuela, sube y desciende, corazón palpitante al borde del precipicio.

Esa pluma precisamente que nos regresa al sentido perdido de nuestra marcha. Ella escribe, sin nosotros saberlo,

las primeras letras que va modelar y remodelar hasta el infinito.

 

II

 

El cielo se inspira en las nubes para concebir sus personajes quiméricos.

Aquí, ningún azar, ningún temor de lo que pueda ocurrir. Las palabras no tienen nada que temer de su autor. El paraíso no

tiene que temer de su famosa manzana. ¿Por qué no sentarnos a la sombra del manzano para ver el rostro que no puede

ser visto?

Palpamos esa cara y ella nos palpa.

Nuestra cara: nuestra doble llama.

La voz avanza, la música se eleva en todas direcciones, y lo solo ya no está solo.

 

III

 

¿Quién nos contará la historia y subirá el telón del teatro como si retuviera en su corazón los trasfondos del mar?

Aquel que se va con el creador, mano en la mano, como un pequeño a quien su padre acompaña a la escuela, en la mañana.

¿Quién saludará al sol que se eleva a la altura de nuestros deseos y disipará la oscuridad delante de nosotros?

¿Quién indicará a los muertos que el cáliz de oro que tienen entre las manos nos pertenece a todos y que el altar donde

lo tomaron no es ya de este mundo?

¿Que el sol está todavía en su primera página, en su primer círculo?

El sol de la nada no cae y tenemos suficiente tiempo para reencontrarnos en un jardín donde todas las frutas empujan

y embalsaman. Los abordaremos sin necesidad de una lengua o de una memoria en ese presente ilimitado.

 

IV

 

Esta mañana pienso en Ícaro.

Ícaro dista mucho de ser una leyenda. Su suicidio es el más bello que la Historia haya testimoniado. El único suicidio que no

ha alcanzado la muerte.

Es una ascensión hacia lo absoluto.

Ícaro se eleva, se aleja. Detrás de él, aquellos que no han tenido otro refugio que su cuerpo sufriente y el instinto que los

lleva a ser asesino o víctima.

Aparte de la consolación, de la redención y la promesa de salvación, todo pasa. Las montañas y el mar, juntos. Aparte de

lo que la vida y la muerte nos aportan, la hierba de la eternidad empujando sobre la vertiente del sueño, la perpetuidad

y la finitud, el conocimiento y la ignorancia, la esperanza y la desesperanza, las elegías y los elogios,

Yo acompaño la nube hacia su destino y la luz de la estrella para que sobreviva a la noche. Acompaño a la brisa que se

eleva del campo y no le pregunto por su fin.

Acompaño el latir de mi corazón, este remo que golpea contra un fondo oscuro.

 

V

Bajo nuestros ojos, el ahogado pide ayuda.

Y nosotros, detrás del cristal,

Lo saludamos y sonreímos.

VI

 

Cuando nos morimos, algún otro muere en nuestro lugar.

Permanecemos, por nuestra parte, allá donde siempre hemos estado, con deseo de cosas que no han nacido.

Nada se apresura allá, ni la nube ni la gota de rocío. Ni la mañana ni la noche. Ni las arquitecturas anteriores a

nuestros conocimientos de arquitectura.

Nada se apresura allá, y nadie se adelanta a sus propios días ni se pelea contra su fin. Es el miedo que nos incita

a apresurarnos. El miedo de no estar cuando el visitante tan esperado venga. Es eso lo que causa nuestra prisa, es

la belleza que se preocupa de sí misma, el orden que puso al astro en su órbita. Ese orden que gobierna a la vez

el destino de los vivos y el de los muertos, mientras que nosotros no sabemos a dónde ir ni qué dirección tomar.

Nada se apresura allá.

Vivimos en la desatención del instante en que se forja el metal. Dos sombras entrelazadas bajo un árbol. Allá

el viajero desenlaza el enigma de las piedras, lecho en sus asperezas la historia del diluvio que no ha tenido lugar.

Sé que tu residencia no está aquí, la mía tampoco.

No tenemos pecho para crecer a su sombra. Ni sonrisa para anunciar el comienzo del mundo.

 

VII

 

Vuela, oh pájaro! Vuela bien alto. Lejos. En todas las direcciones. No detengas el batir de las alas. No te detengas, oh pájaro!

 

Nombrar

 

El cielo es terreno de juego de los cometas

y las estrellas, de los guijarros de color abandonados por el primero de los pintores.

La manzana, los dientes de la enamorada

cuyo resplandor de medianoche baña los miembros.

La Orquídea es mirada que acecha la luz,

rostro de la belleza imposible.

La plaza San Marcos en Venecia, lágrima de un payaso al final del carnaval,

incandescencia de la música en La Fenice.

El viento es fuga de niños ante los adultos,

ante la edad que los persigue.

Azul antes del alba,

la espera es brasa ante el horizonte.

La lluvia detrás de los cristales es cuento que se cuenta,

llantos de vieja que se olvidó de soñar.

El más mágico, el más enigmático, "simple como el Aleph",

consuela el alma, cuida de la melancolía.

El violín es dolor de mujer en el instante del éxtasis,

suspiro de los que esperan el mañana.

(Versión: Maritza Jiménez)